08/07/2022
En el momento en que escribo estas líneas, la Convención Constitucional chilena acaba de entregar la versión final de su propuesta de Constitución Política de la República de Chile, que la amplia mayoría del pueblo le encomendó redactar y que será sometida a plebiscito el próximo 4 de septiembre de 2022. Si los discursos crean realidad, las constituciones podrían ser calificadas como discursos del máximo poder creativo, en la medida en que constituyen (valga la redundancia) el ordenamiento político mismo del Estado. Aunque había mucha esperanza depositada en el potencial transformador y emancipador que una nueva constitución podía tener sobre un Chile todavía regido por la constitución del dictador Pinochet y su esbirro Jaime Guzmán, hoy flota la sensación más o menos generalizada de que dicho potencial no fue radicalmente aprovechado para desarticular el orden neoliberal. Sin embargo, introduce cambios suficientemente importantes como para considerar una catástrofe cualquier otro resultado que no sea su aprobación. Entre lo positivo, se cuentan la incorporación de la plurinacionalidad, la perspectiva de género y la defensa decidida del medioambiente.
¿Qué dice esta Constitución sobre el lenguaje? Me hago esta pregunta a propósito del interés que reviste un discurso fundador de tal calibre para la invención/construcción del lenguaje en el contexto chileno. Si, como se plantea desde la sociolingüística crítica, el lenguaje es práctica social situada en contexto, inherentemente variable, resulta que lo que nombramos como “castellano” o “mapuzugun” e imaginamos como entidades de límites claros no son más que inventos/constructos que emergen a través de discursos metalingüísticos, que por supuesto nunca son solo metalingüísticos. El punto es que cuando una constitución política adopta carácter metalingüístico, tiene como efecto la invención/construcción de lenguas, límites y diferencias entre hablantes. Y aunque no es un discurso predominantemente metalingüístico como lo son diccionarios, gramáticas o libros de corrección idiomática, sí que tiene un efecto de mayor alcance que estos últimos.
Para esta breve reflexión, me interesa considerar someramente dos artículos que, según mi parecer, dejan ver el banal conservadurismo de la manera en que esta constitución imagina, segmenta y nombra el lenguaje. No quiero decir que no tengan efectos políticos positivos: sin duda, conllevarán mejoras considerables en la calidad de vida de indígenas y personas sordas, cuyos derechos lingüísticos son puestos de relieve con toda justicia. Pero sí que me parece añeja la manera en que se asumen naturalmente algunas premisas que los estudios contemporáneos del lenguaje vienen cuestionando cada vez con mejores argumentos: primero, que las personas hablan “lenguas”; segundo, que existe una isomorfía entre los constructos “lengua” y “nación”; y tercero, que la situación normal es el monolingüismo.
“Artículo 12
1. El Estado es plurilingüe. Su idioma oficial es el castellano. Los idiomas indígenas son oficiales en sus territorios y en zonas de alta densidad poblacional de cada pueblo y nación indígena. El Estado promueve su conocimiento, revitalización, valoración y respeto.
2. Se reconoce la lengua de señas chilena como lengua natural y oficial de las personas sordas, así como sus derechos lingüísticos en todos los ámbitos de la vida social.”
“Artículo 100
Toda persona y pueblo tiene derecho a comunicarse en su propia lengua o idioma y a usarlas en todo espacio. Ninguna persona o grupo será discriminado por razones lingüísticas.”
Puede parecer contradictorio querer ver una ideología monolingüe en un discurso que atribuye al Estado el carácter de “plurilingüe”, pero no puede simplemente ignorarse que estos artículos hacen imaginar la nación más bien como un agregado de individuos monolingües, cada uno de los cuales tiene derecho a usar “su” lengua, y cuya praxis lingüística no consiste más que en eso: usar “la lengua de” su nación o comunidad (como nota aparte: ¿qué querrá decir lo de “lengua o idioma” en el art. 100?). Además, en el caso del Art. 12.2, la oficialidad de las lenguas de los pueblos indígenas quedan circunscritas a “sus territorios”, distintos a los “espacios” o “ámbitos” de uso que no serían objeto de restricciones.
Con esta serie de encajonamientos y ataduras, el discurso metalingüístico de la nueva constitución chilena no es precisamente propicio para invitar a las nuevas generaciones a entender el lenguaje como un translenguajeo. Con esto me refiero a entender el hablar como una actividad sociopolítica en que se despliegan estratégicamente distintos elementos de los repertorios comunicativos disponibles (y no “lenguas” o “idiomas”, ni siquiera “dialectos”), y que se relaciona co-constitutivamente con los contextos materiales y los procesos históricos en que viven las personas hablantes. Tampoco es menos decepcionante la declaración de oficialidad del castellano, que probablemente pueda terminar sirviendo de sustento firme para nuevas políticas e ideologías lingüísticas racistas y nacionalistas que querrán entender la diferencia establecida entre el castellano (¡“la” lengua oficial del Estado “plurilingüe”!) y las lenguas indígenas (oficiales solo en sus territorios) como una necesaria y natural superioridad del primero sobre las segundas. Esto implicaría, por ejemplo, que las personas no pertenecientes a pueblos indígenas no tienen por qué aprender las lenguas indígenas, así como tampoco tienen razón de aprender a comunicarse en lengua de señas.
En fin: como en muchas otras cosas, la nueva Constitución chilena conlleva avances invaluables en materia de políticas lingüísticas, pero tampoco podemos mirar para otro lado e ignorar las representaciones ideológicas del lenguaje que contiene y que podrían propiciar políticas lingüísticas contrarias al espíritu de justicia social que la inspira.
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