Incomodidad y ética
Por Laura Morgenthaler García |
21 de Octubre de 2020
En Fuerteventura el viento bate. Constante. Casi todo el año, casi siempre fresco, a menos que haya calima. Amigo de surfistas y enemigo de turistas que no quieren que su pulcra toalla se llene de arena, normalidad climatológica para la población majorera. Aquel día también hacía viento. Muchísimo viento. Estábamos en la explanada del Muelle de Morro Jable, en un concierto por un referéndum justo para nuestros vecinos del Sahara Occidental. Yo estaba con dos amigas vendiendo collares, camisetas y banderas como apoyo al programa de Vacaciones en paz por el que niñxs de los campamentos de refugiadxs de Tindouf pasan los meses más calurosos del verano con familias de acogida. Era pleno verano, pero a la orilla del Atlántico y con la ventolera que hacía a la una de la madrugada, se sentía mucho fresco. De pronto, alguien vino a preguntarnos si teníamos mantas, si teníamos agua y no sé qué cosas más. Que las lleváramos al final del muelle, que había llegado una patera. Que no dijéramos nada. Una patera. En 1998. Casi diez años antes de la crisis de los cayucos, por la que entre 2006 y 2008 llegaron más inmigrantes a Canarias que a toda Europa y por la que se instauró la (necro)misión Frontex. Una patera o cayuco, cuando aquellos lexemas aún no formaban parte del ámbito discursivo público. Una patera-premonición del cementerio en el que el Mediterráneo y el Atlántico se convertirían en las décadas siguientes. Mantas no teníamos, pero sí camisetas y algunos pañuelos.