28/07/2013
Por Antonio M. Bañón Hernández
Director científico del Centro de Investigación sobre Comunicación y Sociedad (CySOC) de la Universidad de Almería
Quienes estamos interesados por el discurso político solemos encontrar en los textos de los politólogos reflexiones del máximo interés para nuestro trabajo. Fernando Vallespín, por ejemplo, ha publicado, recientemente, el ensayo titulado La mentira os hará libres. Realidad y ficción en la democracia (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2012). En él, leemos lo siguiente (p. 15): “La ambivalencia de lo real y las muchas ambigüedades con las que utilizamos el lenguaje favorecen la extensión del engaño y apoderan al político para encontrar salidas allí donde otros nos moriríamos de vergüenza o tiraríamos la toalla”. Es este un fragmento que nos sitúa de lleno en el tema que queremos proponer para el debate: la promesa en el discurso político.
La promesa es un acto comunicativo que, en principio, tiene una estructura muy sencilla: alguien se compromete, en su nombre o en el del grupo al que representa, a hacer o decir algo que, además, repercutiría favorablemente en quien escucha o en quienes escuchan la promesa. Desde otro punto de vista, se puede prometer igualmente no haber hecho o dicho algo que pudiera haber repercutido negativamente sobre la imagen propia o sobre las circunstancias sociales o económicas de los otros. Es decir, la promesa tiene un estrecho vínculo con el HACER y también con el NO HACER.
Sin duda, la promesa tiene, con frecuencia, un valor estratégico cuando se utiliza en el discurso público, especialmente en el discurso político, y más aún cuando ese discurso aparece en época electoral. ¿Son conscientes los ciudadanos de esa función estratégica? El análisis de la promesa tiene mucho que ver con el estudio de la sinceridad. En ocasiones, se nos puede hacer alguna promesa sabiendo, quien la hace, que no podrá cumplirla en ningún caso. Estamos ante una de las posibles manifestaciones de la mentira. Una persona con responsabilidad política también puede prometer algo, consciente de que se trata de una promesa muy difícil de cumplir. Esto se debe a que, entre otras cosas, las promesas se hacen, sin decirlo claramente, sobre la base de un escenario político ideal: se harían efectivas en el caso de que el político que promete o su partido hubiesen obtenido la mayoría suficiente como para actuar con libertad plena, sin necesidad de llegar a acuerdos con otros líderes o partidos.
Los programas electorales, de hecho, son básicamente eso: un conjunto de promesas cuya realización implica un margen amplio para el ejercicio de poder. Y además, como recuerda José María Maravall (Las promesas políticas, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2013) esos programas “constituyen conjuntos cuidadosamente elaborados de política que han de resultar atractivos y creíbles para una parte suficientemente amplia del electorado” (p. 94). Desde una posición de poder asegurado, ya sea por ausencia de oposición, ya por debilidad evidente y duradera del adversario, el político puede imaginar que tendrá la posición adecuada para cumplir lo prometido en campaña: “Puedo prometer y prometo”, dijo Adolfo Suárez en una de sus intervenciones más recordadas.
Los sondeos, en este contexto, permiten presuponer (no siempre con tino) esa posición de futuro privilegiada de unas agrupaciones político-ideológicas en relación a otras. Muy recientemente, el profesor de Ciencia Política Ismael Crespo analizaba, en una colaboración para el diario La Verdad (“En clave nacional”, 02.03.13, p. 3), la caída en veinte puntos porcentuales de la intención de voto al Partido Popular en la Región de Murcia. Y esa caída apenas supondría un enriquecimiento electoral del Partido Socialista. Una primera interpretación puede ser que estamos viviendo momentos en los que, ante la mentira y el incumplimiento de promesas, la reacción de la sociedad está siendo la generalización de la valoración negativa de los políticos, de todos los políticos. Sabemos que toda generalización suele ser injusta. Por otra parte, sucede que un alto porcentaje de esos veinte puntos se refugian en una posible abstención. También el aumento de esta opción indica una penalización hacia las promesas incumplidas y, en definitiva, una desafección con respecto a los partidos políticos.
Siempre ha habido promesas políticas incumplidas. Recordemos el viaje de vuelta ideológica de Felipe González con respecto a la OTAN, por poner un ejemplo no muy alejado en el tiempo. Pero merece la pena detenernos un momento en la actualidad. Han sido muchas y muy llamativas las promesas incumplidas por el actual gobierno (y por otros gobiernos europeos). La seguridad con la que se prometía ha aumentado la sorpresa de quienes asistían atónitos a la naturalidad con la que se incumplía lo prometido.
Si nos centramos sólo en la política sanitaria, los recortes en prestaciones a los ciudadanos, que se iniciaron con la limitación del acceso a las personas inmigradas, que continuaron con la puesta en marcha de fórmulas diversas de copago farmacéutico o que han llegado a la disminución de profesionales que atienden en hospitales públicos, han ido sorprendiendo y enfadando a una población cada vez con menos recursos económicos. Los incumplimientos, como es lógico, tienen que justificarse. Enrique Baca, en su artículo “La crisis y las deficiencias del sistema” lo dice claramente: “La justificación de todas estas medidas es única y definitiva: todo esto sucede porque estamos sumergidos en la crisis” (Claves de Razón Práctica, 226, 2013, p. 10). La calidad de la atención sanitaria era una de esas "líneas rojas" (curiosa imagen, por cierto) que nunca se cruzarían. Francesc Borrell alude así a esta circunstancia: “Aun suenan las arias de políticos prometiendo líneas rojas que no se cruzarían. Se cruzaron. Se cruzaron en el copago de medicamentos, en las listas de espera, en el plan de dependencia… Y lo que es peor, ya nadie habla de líneas rojas” (“Colapso y culpa en tiempo de recortes”, Claves de Razón Práctica, 226, 2013, p. 23). Todo parecía justificado por la crisis, una crisis de la que, además, se responsabiliza a otros. Y por si fuera poco, se nos dice que nos conformamos o que la cosa puede ir a peor. Es decir, la crisis y el miedo. El miedo y la crisis. Dos argumentos contundentes. No hay supuestamente argumentación alternativa. Desde mi punto de vista, esto es lo peor: cuando se da la sensación de que lo que se hace es lo que evidentemente hay que hacer desde el punto de vista de la gestión política. Y puesto que es lo que hay que hacer no hace falta esforzarse demasiado en la argumentación o incluso no es necesario argumentar. Algunos ciudadanos acaban asumiendo este tipo de realidades comunicativas y defienden las restricciones sanitarias tal y como se están llevando a cabo. Lo que estamos comentando para la sanidad, valdría, por ejemplo, para la educación.
En contextos socio-políticos y económicos como los actuales, el discurso político se llena de actores intermedios que permiten ceder, difuminar o suprimir responsabilidades. Probablemente seamos un país bastante permisivo con respecto a las exculpaciones. Solemos disculpar con relativa facilidad las mentiras políticas y los incumplimientos de promesas de nuestros gestores. Pero en esta ocasión, esas líneas rojas traspasadas han provocado una protesta muy contundente por parte de un número importante de ciudadanos. Tengo la sensación de que algo va a cambiar en esa permisividad a la que hacíamos referencia. Y que las meras excusas no pasarán por verdad con tanta facilidad.
Me gustaría que este texto sirviese de excusa para que todos los interesados por los estudios del discurso podamos iniciar un debate sobre los tipos de promesas políticas y las argumentaciones utilizadas para incumplirlas. Serán bienvenidos, por supuesto, ejemplos que confirmen o invaliden alguna de las ideas expuestas en estas líneas.
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